En algún punto de la historia, cabe recalcar la última década como el culmen, es innegable admitir que la ciudadanía ha aceptado la desinformación como una fuente válida de conocimiento y argumento de hecho, abandonando voluntariamente uno de sus derechos fundamentales: el acceso a la información libre y veraz, así recogido en nuestra norma suprema, la Constitución Española.
Me resulta inquietante la ligereza con la que la ciudadanía afirma su ignorancia ante el debate político, sin mostrar siquiera un atisbo de inquietud o interés hacia el tema a tratar. Escucho, cada vez con más recurrencia, el conformismo informativo, donde un vídeo de 30 segundos de un pánfilo que ha decidido incendiar las redes para obtener algo de atención, se ha convertido en la única fuente de información a la que recurren los jóvenes.
Dicho esto, no es de extrañar el comportamiento hostil ante la diversidad de ideas, si tenemos en cuenta que la política de nuestro país, hoy día, se ha convertido en un campo de batalla, donde premia el orgullo y no el debate público, libre y respetuoso. La radicalización de las posturas, bajo mi parecer, proviene de aquellos que dicen representarnos y regular nuestra convivencia social, abogando siempre por el interés general, pues ¿Cómo podemos aspirar a construir una sociedad verdaderamente plural si quienes ejercen nuestros cargos institucionales se limitan a defender sus propios egos como si participaran en una disputa infantil de un patio promedio de prescolar?
Los representantes públicos ya no se dividen entre ideologías, sino que están atrapados en su lógica de confrontación constante, donde las palabras se utilizan únicamente para dividir, no para resolver. Se toma como insulto las posturas intermedias, obligándonos constantemente a tener que encasillarnos y polarizarnos, como si hubiera una única verdad, o única opción correcta. Ya basta de tratar a la institución como si fuese un ring de lucha libre y no como lo que debe ser: un lugar de ordenación de la vida común,
La política se ha transformado en un espectáculo, donde todo vale, siempre y cuando, de visualizaciones. Lo relevante ya no es la gestión, la propuesta o la visión, sino la escenificación: quién grita más alto, quién humilla mejor y quién genera más trends con sus discursos. Quiero alentar a los medios de comunicación a no reforzar estas ideas, porque actualmente, lejos de ser una brújula informativa, son el medio de difusión de las mentiras, perdiendo así su carácter objetivo. Los periódicos ya no solo nos mantienen al día de lo que ocurre en nuestro país; también compiten por moldear una mirada concreta sobre la realidad sociopolítica.
Hace ya un tiempo que no estamos decidiendo lo mejor para nosotros, sino lo mejor que hay entre todo lo malo. No estamos eligiendo por convicción, sino por resignación. Abundan las falacias, y por navidad se regalan ataques personales con lazos enormes para disimular tras ellos las ofensas directas. Pero lo peor de todo, es que cada uno de nosotros lo estamos permitiendo.
La sociedad debe despertar. La fractura política se ha trasladado a las calles, a las reuniones familiares, a los círculos de amigos... Ya es habitual que tocar ciertos temas termine en discusiones separatistas. Hemos olvidado conversar, escuchar y debatir sin destruir al otro como objetivo principal. Dejemos de jugar a ser dioses y volvamos a aprender a comportarnos como humanos.
Dejemos de informarnos a través de las redes sociales, donde la velocidad de consumición toma mayor relevancia que la veracidad de lo que se difunde. La desinformación es una plaga que se propaga más rápido que lo cierto, donde el sentimentalismo o lo emocional cala, superando a lo racional con una facilidad aplastante.
Aprender a cuestionarnos debe convertirse en el nuevo reto viral. Toca ejercitar el espíritu crítico y no sólo los músculos. Esta deriva no es inevitable ni eterna, todavía. Escuchemos, debatamos sin miedos, aprendamos que el que piensa diferente también tiene algo que aportar, pero, sobretodo, verifiquemos y contrastemos, porque es con nuestras vidas y futuros con lo que están jugando.
La convivencia democrática y social depende de ello. Sin información fiable no hay debate; sin debate no hay pluralidad; y sin pluralidad no se puede construir una sociedad libre. Aún estamos a tiempo de rectificar, pero solo si decidimos que la verdad importa mucho más que la comodidad y que la discrepancia no es una amenaza, sino una riqueza.